Por puro capricho, porque lo creía “el idioma más hermoso que se conoce”, V.S. Naipaul estudió castellano en la escuela, donde, al par que el Tartufo y el Cyrano, le pusieron de texto elLazarillo de Tormes. Más tarde, de becario en Oxford, lo tradujo al inglés y se lo ofreció a los Penguin Classics. El director lo rechazó de plano, porque explicaba era un libro difícil de publicar y tampoco creía que fuera un clásico. De sobra entendemos lo que quería decir: que el Lazarillo no merecía entrar en el canon mayor de la literatura europea porque, sobre ser español, no pasa de un juguete para reír, mero entretenimiento, sin la reveladora comprensión de la vida, la hondura de humanidad y la capacidad de emocionar e inquietar que van regularmente asociadas a la categoría de clásico. Nada menos cierto.
Leamos un par de líneas. “Cuando nos hubimos de partir, yo fui a ver a mi madre, y, ambos llorando, me dio su bendición y dijo: —Hijo, ya sé que no te veré más”. Las sencillas palabras con que la pobre mujer asume la fuerza de las cosas tienen auténtica grandeza trágica. O tomemos un largo episodio. El proceso a través del cual Lázaro va averiguando quién es de veras el fantasioso escudero y cuántas hambres le esperan junto a semejante amo, y va compenetrándose con él al mismo tiempo y en la misma medida en que le descubre los puntos flacos y no entiende sus razones, es de una sympátheia y una perspicacia psicológica rigurosamente geniales.
“Éste” —dice del escudero— “es pobre, y nadie da lo que no tiene”. Sin descuidar sus otras caras, Lázaro no olvida nunca presentar el mejor lado de los infelices y humildes y salir en su defensa. El acemilero que se amontona con su madre hurtaba el pienso y “las mantas y sábanas de los caballos” para llevarle a ella y los suyos “pan, pedazos de carne y en el invierno leños, a que nos calentábamos”. Pero el narrador no está dando la simple imagen de un ladronzuelo, porque detrás de esos datos objetivos nos propone el mismo juicio moral que medio siglo después enunciaría Guzmán de Alfarache: “Que esté proveído el hospital de lo que se pierde en tu botillería o despensa; que tus acémilas tienen sábanas y mantas, y allí se muere Cristo de frío; tus caballos de gordos revientan, y se te caen los pobres muertos a la puerta de flacos”. ¿Cómo condenar a un esclavo si “el amor le animaba a esto”?
La identificación con los débiles y desdichados va de la mano con la enemiga hacia quienes abusan de su poder. Lázaro arremete contra “el avariento ciego y el malaventurado mezquino clérigo” que lo maltratan y le niegan la comida que a ellos les sobra. A “los que heredaron nobles estados” proclama nada se les debe. Es que no cree en los dogmas voceados por la sociedad y se deja guiar sólo por un elemental sentido de humanidad y un cristianismo sin más precepto que la caridad. Los biempensantes creerán lo que se les antoje, pero ningún principio vale fuera de cada camisa, es decir, si no se sustancia en beneficio de los individuos concretos.
“¿Las cosas de la honra, en que el día de hoy está todo el caudal de los hombres de bien?”. ¿El medro que viene de un “oficio real” en la administración? A Lázaro le da igual lo que opinen de su matrimonio con la criada del Arcipreste y de su modesta función de pregonero. Bien están, para quien tantas miserias ha padecido por los caminos. ¿Que la óptica común lo mira como a un bicho? Quizá. Pero una higa para la óptica común. Inútil cualquier pretensión de universalizar los grandes ideales más allá de las personas. No hay valores: hay vidas, hombres, sentimientos. Ese relativismo escéptico es también un humanismo y la verdad última de Lázaro de Tormes.
Que el Lazarillo es enormemente divertido, una maravilla de ingenio y buen humor, nadie podría no percibirlo. Salta a la vista la gracia de las situaciones y de los comentarios que las puntean, por más que la sabiduría lingüística y el don de polisemia del apócrifo autor sean tan prodigiosos, que a mí me ha llevado medio siglo pillar ciertos juegos de palabras. Nadie podría tampoco no disfrutar la destreza y variedad de recursos que el escritor despliega en el arte de narrar, ya se trate de articular una serie de estampas en apariencia sueltas (los lances con el ciego), ya de graduar magistralmente en ritmo y clímax una acción única, en un escenario casi desnudo (la casa del cura), o de contar lo que no se cuenta, antes bien precisamente lo que se niega (el lío del Arcipreste con la mujer de Lázaro).
Pero acaso la misma agilidad del relato y la frescura de estilo han encubierto que el Lazarillo, a todos los propósitos, tiene una riqueza significativa, una profundidad humana y una fuerza emotiva no ya equiparables sino harto superiores a las del Tartufo y el Cyrano que Naipaul conoció también en el colegio y que nunca fueron rechazados por un director de los Penguin Classics.
Fuente: EL PAÍS
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