Me equivoqué. La vocecita emitió en cambio una petición que hizo añicos mi prejuicio: “¿Me compra un libro, por favor?”. Dejé caer el que tenía en las manos y por un instante quedé paralizado por la sorpresa y la emoción. En plena mañana de un día de semana (yo había llegado al centro arrastrado por unos trámites burocráticos), entre bocinazos furiosos y miles de personas que andaban por la calle como hormigas ciegas, esquivándose apenas en marchas vertiginosas, automáticas, furiosas, aquella nenita pedía un libro. Se me antojó que era un ángel. Un pétalo desprendido de una flor invisible que flotaba sobre el cemento impiadoso. Escama preciosa de un metal intangible.
Se me erizó la piel y tragué saliva para disolver una rara sensación que se atoraba en mi garganta. “Claro que te lo compro”, le dije y nos acercamos a la mesa de libros infantiles. “¿Sabés cuál querés?”, le pregunté. Negó con la cabeza. Entonces empezamos a revisar los títulos, y a medida que desfilaban yo le contaba los argumentos. Así pasaron “La bella durmiente”, “Peter Pan”, “Los viajes de Gulliver”, “El patito feo”, varios dedicados a personajes de Disney, y creaciones más recientes. Estábamos en eso cuando se acercaron dos chicas más. Las tres estaban juntas. Mientras los cuatro seguíamos en la tarea exploratoria, noté que las dos nenas nuevas optaban por los libros que no tenían textos, que eran pura ilustración o libros troquelados, para jugar. “¿No les gusta leer?”, pregunté extrañado. “No sabemos”, me respondió una de ellas. Entonces miré a mi reciente vieja amiga. Ella entendió el interrogante en mis ojos. “Yo les voy a leer”, me dijo.
Seguimos durante un rato. Luego decidí que ellas debían tomar la decisión. Iba a ser su libro, de modo que debían elegirlo. Me alejé y volví a lo mío. Unos minutos después la primera nena tironeó otra vez mi camisa. “Éste”, me dijo alzando hacia mí las manos en las que sostenía un voluminoso ejemplar de “Pinocho”. Habían optado por el que tenía más páginas y más texto. Cuando nos acercamos a la caja para pagarlo, la empleada, que había observado todo, me cobró un precio simbólico, casi nada. Acompañé a las chicas hasta la puerta, les di las gracias por dejarme comprarles un libro y les deseé que lo disfrutaran. Me habían hecho un regalo, aunque no lo supieran. Luego encontré un par de títulos para mí, pagué y me fui en busca del subte que me acercaría a casa.
Un libro. ¿Sería ese ejemplar de “Pinocho” el comienzo de algo en aquellas vidas? ¿O acaso la continuidad? ¿Era ella una escritora que yo leería dentro de veinte años? ¿O una lectora que viajaría por el mundo, conocería ideas y sentimientos, inauguraría emociones y crearía mundos propios a través de las palabras impresas? ¿Acababa yo de iniciarla en el vicio de la lectura, el único del que nadie debería curarse? ¿Cuántos chicos pedirían un libro (es decir un mundo, un alimento para su imaginación, un estímulo a su pensamiento) si nos los atiborraran antes con juguetes deslumbrantes y tecnología precoz que obtura y adormece todo lo que un libro despierta y dispara? Pensé en las amiguitas que no sabían leer y recordé que en esos días las escuelas estaban vacías y vaciadas por huelgas que apuntan (con razón) a lo económico pero olvidan (sin razón) la sagrada misión de despertar (y luego atender) el hambre que mi amiguita tenía, el hambre de leer, de aprender, de conocer.
Calle Corrientes, un jueves ajetreado y furioso, gente alienada que corre porque hay que correr, aunque quizás no sepa a dónde ni para qué. Conductores perturbados y furiosos. Como los árboles, los libros están a la vera del torrente. Eternos, expectantes, generosos. Y de pronto una vocecita pide por ellos. Donde y cuando menos se espera, salta la esperanza.
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