Me hallaba absorto mientras revisaba libros en esas tentadoras mesas típicas de las librerías de saldos, en la calle Corrientes. Esas que perduran en una Buenos Aires cuya identidad recibe a cada paso un nuevo borrón que amenaza con convertirla en una ciudad estandard, igual a decenas de otras en el mundo, una especie de “no lugar” (así llama el antropólogo francés Marc Augé a los modernos espacios construidos en serie, sin identidad, sin razones para el arraigo). De pronto sentí tres pequeños tirones en mi camisa, como si alguien intentara atraer mi atención. Giré y a la altura de mi cintura me encontré con un pequeño rostro y dos ojitos que me miraban. Una carita de piel morena, con rastros de moco seco a un costado de la nariz, y con pelo oscuro recogido en una colita de caballo. La nena no tendría más de siete años, a lo sumo ocho. Usaba ropita gastada y una pequeña y trajinada mochila colgaba de sus hombros, hacia la espalda. Me preparé para el pedido que, seguramente, vendría a continuación: “¿Me da una moneda?”.
Me equivoqué. La vocecita emitió en cambio una petición que hizo añicos mi prejuicio: “¿Me compra un libro, por favor?”. Dejé caer el que tenía en las manos y por un instante quedé paralizado por la sorpresa y la emoción. En plena mañana de un día de semana (yo había llegado al centro arrastrado por unos trámites burocráticos), entre bocinazos furiosos y miles de personas que andaban por la calle como hormigas ciegas, esquivándose apenas en marchas vertiginosas, automáticas, furiosas, aquella nenita pedía un libro. Se me antojó que era un ángel. Un pétalo desprendido de una flor invisible que flotaba sobre el cemento impiadoso. Escama preciosa de un metal intangible.